POR JULIÁN DÍAZ HERNÁNDEZ
Director de Turismo de Aquismón.
Subiendo desde Tamapatz por la –carretera- “Zeta” hacia Octujub, ya el panorama empieza a ofrecerse majestuoso: Con el importante poblado mostrando su caserío singular debajo nuestro, y allá al fondo, coronando la postal, la peculiar “Silleta”; el cerro emblemático del vecino municipio de Xilitla, aún “acompaña” mientras doblamos a la izquierda, hacia Alte Anam-La banqueta.
Las conocidas rampas de “dos huellas” facilitan el acceso para todo tipo de vehículo durante un kilómetro más, y cuando la terracería comienza, hemos llegado a la sede de la nueva joya subterránea de Aquismón, un municipio privilegiado por infinidad de maravillas en las entrañas de la tierra, que ahora promueve al sótano “El cepillo” con sus 180 metros de profundidad.
Cecilio Martínez Santiago cumple a cabalidad la responsabilidad de encargado del Comité Local de Turismo y explica –primero- que la comunidad recibe ese nombre porque se encuentra justamente en un plano, asemejando una banqueta; y rememora que la sima se denominaba “El eterno”, hasta que los extranjeros llegaron a explorarla en la década de los sesentas, y por una confusión le cambiaron el nombre.
El afán de conocer un lugar que ofrece el fondo inédito con un lago de agua cristalina hizo que desde 2018 cada vez más turistas extremos llegaran con el interés de descender, lo que volvió necesario reglamentar los accesos para evitar incidentes. Ahora se exigen guías y equipo especializado, como los muchachos de “Vertical 376”, que desde Unión de Guadalupe han llegado para aplicar su experiencia.
Caminamos entre pastizales, en una ligera pendiente que nos hace saltar uno que otro cercado, vamos hacia la aventura, enmarcados en el verdor de la montaña y en el cielo celeste que atestigua la parafernalia previa: Cinchos y mosquetones suenan en extraña sinfonía que anticipa la emoción, pero al mismo tiempo acalla el latir de los corazones que se aceleran con la adrenalina, porque ya falta menos para bajar.
Marcelino Santiago Margarito, forjado en infinidad de servicios en el afamado Sótano de las Golondrinas, aplica una paciencia que cubre de esa seguridad y tranquilidad que necesitas mientras tus arneses y estribos se sujetan de las cuerdas, y vas quedando de espaldas hacia el vacío, en una orilla de la estrecha boca de entrada, que no supera los quince metros.
Instintivamente buscas un apoyo donde recargar las piernas, pero dos metros enseguida la pared se te acaba; entonces tu vida queda –literalmente- “pendiendo de un hilo”, y la abertura se ensancha, atrapándote con su ligera oscuridad pero también con su magnificencia, cautivado por la belleza de esa formación natural a la que de pronto no le ves fondo, y al mismo tiempo magnetizado por su atracción.
Entonces entras en comunión con la tierra, te sueltas, abres tus brazos y te empoderas en medio de la nada; y lo que antes pudo ser miedo o nervios, ahora es un sentimiento de supremacía y de satisfacción: Sí, lo estás haciendo, y lo estás disfrutando. Te miras diminuto y a la vez te percibes grande entre aquella garganta grisácea que te traga, pero sin hacerte daño.
Y aún falta el complemento, cuando Venancio Santiago te recibe en piso firme, para dejar el pedregoso sector del descenso y comenzar la exploración, en aquella amplia zona donde las estalactitas y estalagmitas hacen estallar la imaginación con sus innumerables figuras caprichosas: Enfrente, más lejos, en las paredes, y sobre todo en el piso, los minerales se acumulan y fosforecen de vez en cuando.
Hay humedad por doquier pero las rocas ásperas y rugosas evitan deslizamientos, así que podemos caminar en ellas y después avanzar sobre un sendero arenoso que nos lleva a la regadera, con el “tic-tac” de sus gotas relajándonos en cada precipitación desde lo alto, a través una filtración lateral; en ese tramo nuestros pies se encuentran con pequeños charcos en estrechas pocitas de círculos concéntricos.
Al final el agua confluye en el “pozo de los deseos”, que técnicamente es un pequeño lago de agua tan transparente que a veces pareciera no estar ahí; en torno al lecho se reúnen no solamente los visitantes para la foto imperdible, sino también los relatos sobre monedas o cartas que algunos expedicionarios dejan, esperando con fe que se les cumplan los mayores anhelos.
Respetando cualquier creencia, lo cierto es que la vivencia de noventa minutos en el interior de “El cepillo” ya es de suyo un regalo de poca comparación; no nos cansamos de embelesarnos con su majestuosidad y de imbuirnos en la paz que contagia, podríamos pasarnos una hora seguida de la otra, sin reparar demasiado en que se hace tarde y debemos regresar. Aquí vamos de nuevo, a completar el desafío:
La claridad sobre nosotros se va acentuando conforme nos acercamos a la salida a la superficie, y abajo le decimos adiós al fondo negro; en ese proceso de extracción no quedamos exentos de girar en círculos que producen un divertido mareo, como en una original silla voladora, suspendido a una altura imposible, con rocas y árboles dando vueltas alrededor.
Luego, la quietud de los protocolos de desancle da todavía un par de minutos de meditación, colgado en el aire. Piensas, razonas, te preguntas –“¿Qué diablos estoy haciendo aquí”?, tal vez- sabes del riesgo al que te has enfrentado, y sin embargo, entiendes y sientes que ha valido la pena; o al menos para ti, tanto, que lo harías de nuevo sin pensarlo demasiado.